Romina Gaetani es distinta a aquella, pero casi igual. En esta mujer de 47 años mucho queda de la niña que creció en San Martín, y que nunca aprendió a andar bien en bicicleta porque no tenía una. Y también conserva la esencia de la adolescente “muy quilombera” -como recuerda-, que desafiaba a la Policía en los recitales de rock y tenía su grupo de amigos en Villa La Rana, para preocupación de sus padres.
A sus 20 años debutó en la actuación. Y desde las novelas de Cris Morena y las producciones de Adrián Suar, Gaetani alcanzó fama y ganó dinero cuando la ficción abundaba en la televisión. Entonces -lo dicho- mucho cambió, para que nada cambie. “El espíritu de barrio es parte de mí”, destaca, con orgullo.
En tevé, lo último que hizo fue Buenos chicos, por El Trece: le valió un Martín Fierro como actriz protagonista de novela. Lo que siguió fue un “parate” no buscado de nueve meses, hasta que regresó a las tablas. “Estar arriba del escenario siempre salva. ¡Estoy muy contenta!”, destaca Gaetani sobre la obra Mamá, que presenta en el Multiteatro Comafi junto a Betiana Blum, Marcelo de Bellis, Alberto Fernández de Rosa y Magela Zanotta.
Se trata de la misma comedia que en los 80 realizaron Luisina Brando y Carlín Calvo. Escrita por el director televisivo estadounidense Andrew Bergman, se desarrolla en clave de sitcom. “Es muy divertida, dice la actriz, quien también cuenta con un sólido recorrido como cantante. La obra habla del amor en la tercera edad, algo que viví con mi madre: una vez que pasó el duelo por la muerte de papá, la vi revolear los ojos de alguien que le interesó. Fue hermoso”.
—¿Se pelean en vos la actriz y la música, o se llevan bien?
—Se repelean. Cuesta un montón hacer las dos cosas al mismo tiempo... En la música soy independiente, mi propia productora: estoy en todas las fases. Entonces, saco una canción cuando puedo. En la música trato de redescubrirme y de mostrar algo que las personas no conocen de mí. Y sé que no hago una música muy complaciente.
—¿Había una niñita medio rockera?
—Eso, siempre.
—¿Qué escuchaba esa adolescente?
—Los Redondos fue mi primera banda y mi primer show en vivo. Reloco, porque al mismo tiempo mi papá me regalaba un Long Play de Pimpinela, Michael Jackson o Abba.
—¿Cómo fue tu infancia?
—De barrio. De jugar al ring raje y tirar la bombita de agua en Carnaval cuando el vecino estaba pasando. Tengo un hermano siete años más grande. Mi mamá, ama de casa. Y aparte ayudaba a mi papá en su trabajo como productor de seguros. Mi viejo laburaba de manera independiente de lunes a lunes, en casa, en el barrio San Andrés, partido de San Martín.
—No sobraba, no faltaba.
—No faltaba. Pero muchas veces yo pedía cosas y veía las maniobras que hacía mamá. Usaba la ropa que a mi hermano no le quedaba. Y nunca tuve una bicicleta. Aprendí a andar con la bicicleta de una amiga del barrio. Hoy me subo a una bici y choco en la calle. No puedo. Así que solo me subo a la bici de spinning.
—Esa adolescente, ¿dio dolor de cabeza en su casa?
—Sí, porque vivía a cuatro cuadras de Villa La Rana. Tenía mi grupito de amigos y no era un barrio tranquilo: había tiroteos en la puerta de mi casa. Entonces mis papás se preocupaban mucho. Sí, siempre les daba dolor de cabeza: era muy quilombera, me gustaba meterme en líos. Recién a los 17 empecé como a nivelar el avión.
—¿Qué fue lo peor que hiciste?
—No se puede contar... Prescribió. Estaba con un grupo de gente pesada. De seres humanos. Un zoológico maravilloso también.
—¿Tuvieron que irte a buscar a una comisaría?
—No, nunca. Pero no tenía miedo. Me acuerdo que cuando ibas a los recitales te encontrabas con la Policía y era como: “¡¿Y qué?! ¡¿Y qué?!”. Sí, era brava. Creo que ahora algo de eso también sigue habiendo. Hoy me sigo metiendo en el pogo. No me importa nada. El espíritu de barrio es parte de mí. Se quedó.
—Sos de ir al frente: no tenés problema en decir lo que tengas que decir.
—Sí. Uno también va creciendo, y va aprendiendo cuándo salir a hablar en nuestro ámbito de trabajo. A veces el afuera te pide salir a hablar en lo inmediato. Pero uno tiene que cuidarse: cuidar el templo, nuestra cabeza. Si todavía no tengo una opinión formada de lo que me está pasando a mí, mucho menos del afuera, que hoy está todo tan sobre la mesa que no podés tomar dimensión...
—Cuando mirás a esa adolescente, ¿sentís que en algún momento estuviste en peligro?
—No. Y sí. Porque de chica siempre fui muy independiente y estuve rodeada de buena gente. Pero también de gente peligrosa: podría haber terminado presa. O podría haber terminado en un quilombo en medio de una villa.
—O con una sobredosis.
—Sobredosis no, porque en ese momento no estaba para nada metida en... Sí veía que otros... Igual, hoy te puede pasar en cualquier contexto. Vas a un evento de no sé qué y terminás en la casa de no sé quién, y de repente podés terminar teniendo un problema que decís: “¿Cómo terminé acá?”. Esas cosas también suceden.
—Pero hoy, ¿no te sentís más plantada en la vida?
—A veces te parece que estás plantada y terminás contra la pared, en situaciones que decís: “Pensé que esto lo tenía resuelto”. El otro día me encontré en una reunión de consorcio donde me sentí violentada, atacada. Una reunión de consorcio... Ese día estaba floja anímicamente, no estaba con la fortaleza para decir: “Pará, pará, pará, pará”. Te digo algo así, cotidiano, que le pasa a todos, a todos los extremos.
—De alumna, ¿cómo eras?
—Malísima, no me gustaba estudiar. Hice el primario en una escuela pública y la secundaria en un colegio de monjas. No podía concebir estar seis u ocho horas sentada, prestando atención tanto tiempo. Me llevaba todo a diciembre, hasta gimnasia, y rendía todo. Fue tema de terapia durante muchos años: hoy tampoco puedo prestar atención.
—Hablaste de situaciones violentas, de tiroteos.
—En la puerta de casa, sí. A mí me secuestraron en la época del secuestro exprés. ¿Te acordás que te agarraban y te llevaban a los cajeros? Bueno, esa la viví cuando estaba grabando Los secretos de papá, con Dady Brieva en Polka. Y a mí papá lo secuestraban y lo llevaban ahí, al medio de la villa. Le afanaban todo y lo dejaban ir. Y yo, que tenía amigos en la villa La Rana, después iba y les decía: “Che, ¿alguno de por acá secuestró a mi papá? Devuélvanme los documentos”. A ese nivel. Y entonces venía un pibito y me traía los documentos.
—Y ahí tu papá decía: “Romi, ¿en qué andas?”.
—¡Re, re! Sí, la pasaron mis papás... La siguen pasando, porque yo voy, voy, voy. Y ni yo sé para dónde voy, ¿viste? Entonces me dicen: “¡Ay, Romina!”. Pero tengo un lindo recuerdo de la infancia. Por suerte no me pasó nada grave. Y dentro de ese grupo que vivía en el barrio carenciado, que es La Rana, había gente linda. Sigo ligándome con gente que vive en barrios carenciados.
—En algún momento hacías trabajo social.
—Siempre hago algo. En lo que tiene que ver con la espiritualidad, la meditación o ayudar a personas desde otro lugar: ahí es donde piso más fuerte porque estudié metafísica muchos años. Todo lo que tiene que ver con la sanación de personas y de lugares a nivel energético. Lo chupo como esponja, y después no hago la tarea de sacarme eso de encima. ¿Por qué? Porque soy así: “Ay, Romina. Ay, Romina...”.
—¿Ese costado espiritual tuvo que ver con una búsqueda personal?
—La búsqueda personal la tengo presente siempre, por eso (voy) de 0 a 100. “¿Vas a actuar toda tu vida?”, me dicen. No sé qué voy a hacer el día de mañana, si voy a ser actriz... O sea, si conociera a alguien, podría irme de la Argentina a formar una familia afuera. Así que me sale naturalmente decir: “No sé, ni idea”.
—¿Está en los planes?
—¿Irme a vivir afuera? No, no, no...
—Además, acá estás noviando.
—Sí, pero independientemente de eso, no está en los planes porque hoy, económicamente, no podría solventar irme a vivir afuera.
—En esta capacidad de sanar, a personas o en lugares, decís que te quedabas muy cargada de energía. ¿Cómo se siente? ¿Con qué te encontrás?
—Mirá, cuando estudié cómo era limpiar una casa, éramos un grupo de 20 personas y nos hacían hacer un ejercicio. Cada uno con su péndulo, con la oración, entramos a la habitación, al lugar, y vamos penduleando, vamos sanando. En un momento yo estaba con los ojos cerrados, penduleando, y tengo muy presente la imagen de un hombre. Y se me viene... Y vi otra cosa con los ojos cerrados, penduleando: al lado mío, un hombre, de ciertas características. Cuando abrimos los ojos, la maestra nos pregunta a cada uno nuestras sensaciones. Y yo describo lo que sentí. Y en ese momento la dueña de la casa, que no había hablado, me dice: “Mi tío falleció en este cuarto. Y nos violaba”. Y era todo lo que yo había visto y sentido penduleando, en ese cuarto. Fue tremendo. Entonces dije: “Esto no lo hago más”.
—¿Te asustó?
—No me asusta, porque hay algo medio natural que me pasa en el cuerpo si entro a un lugar.
—¿Con la gente también te pasa?
—Sí. Me cuesta describirlo, pero... Como que detecto cosas. La tristeza en el otro.
—¿Qué pasa con esa energía que después queda en vos?
—Y... ahí es donde la donde la pifio, ¿entendés? Porque tendría que hacer una descarga, y no, después sigo con la vida. Desde que empecé este camino tengo mucha migraña, pero una migraña que me anula. Es algo energético. Ahí sí utilizo diferentes herramientas, como un Padre Nuestro. Porque soy católica: creo en mi religión, no creo en la institución. Ahí está la diferencia.
—¿Te confesás?
—Sí. Pero porque tengo un cura amigo: voy a charlar de la vida y me hace confesar.
—¿Le contás todo?
—Sí, todo. Lo que la Iglesia cree que es pecado, yo no creo que lo sea. Y al cura, a quien le confieso, le digo: “Mirá, yo te estoy diciendo esto, pero para mí estoy okey”. ¡Vos imaginate el chabón! “Bueno, hija, no...”, me responde. Y entonces le digo: “No estoy de acuerdo con lo que me estás diciendo. Pero no me voy a perder de tomar el cuerpo de Cristo. La hostia. ¡Dale, copate! Me vengo hasta acá...”. Tengo esa relación con ese cura, que no es con todos los curas.
—Hay problemáticas de la vida, del mundo, que te interpelan. ¿Qué cosa sentís que te atraviesa hoy, que decís: “Che, esto está mal”?
—Estamos todos mal. Todo está mal. Construir un mundo donde la humanidad está totalmente oprimida, coartada de su libertad, de pensamiento, de expresión. Tan manipulados a nivel información, adormecidos, con todo lo que podemos llegar a nombrar desde las redes sociales, la sobreinformación, las falsas noticias.
—Te vi muy activa con las luchas feministas, poniéndole el cuerpo. ¿Algún otro tema también te interpeló tanto?
—Todo lo que está pasando con la educación pública. Si tuviera hijos, no tendría ningún problema en mandarlos a una escuela pública porque crecí ahí. Y la defiendo. También lo que sucede con los jubilados. Una locura.
—¿Te duele?
—Sí. Y lo que tiene que ver con la cultura. Más allá de no haber votado a este Gobierno, deseo que sucedan buenas cosas. Yo no soy partidaria. No pongo las manos en el fuego por nadie.
—No sos kirchnerista.
—No, no. Fui votando en la medida de las sensaciones que iba teniendo. Y tratando de que el abanico no fuera solo de un lado. No me gusta lo que está pasando y ojalá que nuestra Argentina, nuestro país, reflote y resurja, renazca y se transforme. Y nos volvamos a parar a todo nivel. No solo en lo económico, sino como pueblo, como seres humanos.
—¿Cómo te llevás con los ataques cuando opinás de algo de todo esto?
—Me da igual. A mí me atacan porque creen que soy de algún partido en especial. Siempre ves alguno que dice que piensa que yo voté a Fulano o a Mengano, y la verdad que no hubiese votado a ninguno de los dos... Es de un nivel de mediocridad que uno no se puede enganchar jamás en los ataques. Jamás. Si hay gente que uno no conoce. Las redes sociales son una mentira.
—¿Con el aborto esto te pasó un montón?
—Sí, re. Pero me da igual que me asesinen o que me puteen de 1500 formas, como lo han hecho. Me acostumbré a que me puteen, a que me digan de todo. Y no me engancho. Me da igual. No los conozco. A veces en la vida te pasan cosas realmente serias, que te hicieron doler mucho, y cuando traspasaste ese umbral de dolor, ya que después te digan “gorda”, “puta”, “abortera”, “lesbiana”, decís: “Ay, gracias. Bueno sí, sí. No sé quién sos”.
—¿Cómo te llevás con la edad?
—Muy bien. Yo no tengo rollo con la edad, ni le tengo miedo al paso del tiempo. Me gusta la gente que envejece con dignidad. Espero que me suceda lo mismo. No me gusta cuando te dicen que te corre el reloj, el tiempo y qué sé yo. No me corre nadie, porque no sirvo cuando algo me corre. O sea... no. Me voy.
—Hay un tabú con la menopausia. Y sucede: nos pasa o nos va a pasar a todas.
—Tengo amigas de mi edad que creen que viene una película de terror. Quizás algunas mujeres lo vivieron desde ese lugar porque fue como el tema del aborto, que no se podía hablar. Mis abuelas, mi madre, no sé cuánto lo pudieron hablar: “Che mirá, estoy con tal síntoma, tal cosa”. Y hoy, yo lo hablo delante de hombres: “Che, no porque debo estar en la perimenopausia”. Y los mismos hombres te miran como “¡Wow!”. Tu problema. Si pensás que voy a ser menos mujer... Al contrario, me siento más atractiva.
—Te escuché hace unos meses con Fer Dente: “Tres años sin sexo”, dijiste, Romina.
—Si. Picoteé igual con esa pareja de la cual me estaba separando. Nada. O sea, una vez al año es nada. Pero fueron tres años.
—¿Fue el período más largo?
—Sí. Cada vez que me separo, puedo estar un año sin (sexo). Soy de tomarme el duelo a pecho.
—Hay gente que en el duelo dice: “Estoy con gente con la que no me vinculo sentimentalmente, pero sexualmente, sí”.
—A mí me cuesta más, por experiencia. Cuando duelé, duelé. Y no tenía interés.
—La libido no estaba ahí.
—Cero.
—Estos nueve meses sin trabajar, ¿pudiste disfrutarlos o hubo algo de la angustia de la carrera artística?
—Los disfruté porque coincidía con estar conociéndolo a Luis (Cavanagh, su pareja). Por ese lado, se la pasó bien. Por el otro lado, con muchísima angustia, porque soy de clase media baja, y desde hace muchos años, 15, 18 o 20, me encuentro con una Argentina en la que cada vez me cuesta más todo. O sea, en un momento crecí, y hoy me cuesta. Soy privilegiada, tengo mi propia casa y tengo para comer, y hoy estoy trabajando. Pero me encuentro viviendo en un país maravilloso, con un nivel de riqueza cultural, humano, de conciencia, y productivo a todo nivel. Un país rico, totalmente liderado por gente empobrecida, de ideas empobrecidas, repitiendo casetes y casetes y casetes...
—Para el imaginario colectivo, una actriz como vos, protagonista, ganadora de Martín Fierro, que todo el mundo la conoce por la calle, está salvada para siempre.
—No. Cero, cero. Si hago un racconto, si hace 20 años era una persona de clase media alta, más para alta, hoy soy clase media baja. Y lo que lamento de mí es no haber estado más instruida. A los adolescentes de hoy les diría: “Che, infórmense, sepan de política, sepan de números”.
—Educación financiera en los colegios.
—Educación financiera en los colegios. Yo no tengo la menor idea de lo que es eso...
—Está rebueno que lo digas, porque en algunos proyectos debés haber ganado bien.
—Sí. Pero cuando sos joven y te va bien, pensás que ese trabajo siempre va a estar. Entonces, en estos nueve meses me encontré diciendo: “Tengo 47 años. Cuando era pendeja quizás era requerida por la industria. Y no sé las vueltas de la vida, dónde puedo estar. Quizás vuelvo a laburar como actriz o termino laburando de otra cosa, por elección o por necesidad”. Antes no era consciente, y me resirvió salir a la calle a manifestarme y pelear por lo que creo que son mis derechos, porque antes estaba metida en un estudio de grabación 20 horas. No era consciente de lo que pasaba en el afuera. Y ahora, que soy más grande, digo: “¿Cómo me preparo para lo que pueda llegar a venir?”. Esto también viene de la pandemia, que no estamos sanados desde ese lugar. En ese momento mucha gente se quedó sin laburo. Y también quedamos todos trastocados del encierro.
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Romina Gaetani